viernes, 4 de octubre de 2013

Baruch Spinoza Tratado Teológico-político, 1670

Superstición, religión y razón

Si los hombres pudieran conducir todos sus asuntos según un criterio firme, o si la fortuna les fuera siempre favorable, nunca serían víctimas de la superstición. Pero, como la urgencia de las circunstancias les impide muchas veces emitir opinión alguna y como su ansia desmedida de los bienes inciertos de la fortuna les hace fluctuar, de forma lamentable y casi sin cesar, entre la esperanza y el miedo, la mayor parte de ellos se muestran sumamente propensos a creer cualquier cosa. Mientras dudan, el menor impulso les lleva de un lado para otro, sobre todo cuando están obsesionados por la esperanza y el miedo; por el contrario, cuando confían en sí mismos, son jactanciosos y engreídos.
No creo que haya nadie que ignore todo esto, aunque pienso que la mayoría se ignoran a sí mismos. Nadie, en efecto, que viva entre los hombres, habrá dejado de observar que la mayoría de ellos, por ignorantes que sean, cuando las cosas les van bien, poseen tal sabiduría, que les parece injurioso que alguien pretenda darles un consejo. En cambio, cuando las cosas les van mal, no saben a dón de dirigirse y piden suplicantes un consejo a todo el mundo, sin que haya ninguno tan inútil, tan absurdo o tan frívolo, que no estén dispuestos a seguirlo. Por otra parte, el más ligero motivo les hace esperar mayores bienes o temer mayores males. Y así, si, mientras son presas del miedo, les ocurre ver algo que les recuerda un bien o un mal pasado, creen que les asegura un porvenir feliz o desgraciado; y, aunque cien veces les engañe, no por eso dejarán de considerarlo como un augurio venturoso o funesto. Si, finalmente, presencian algo extraordinario, que les llena de admiración, creen que se trata de un prodigio, que indica la ira de los dioses o de la deidad suprema. De ahí que, el no aplacar con votos y sacrificios a esa divinidad, les parece una impiedad a estos hombres, víctimas de la superstición y contrarios a la religión, los cuales, en consecuencia, forjan ficciones sin fin e interpretan la Naturaleza de formas sorprendentes, cual si toda ella fuera cómplice de su delirio.
Precisamente por eso, constatamos que los más aferrados a todo tipo de superstición, son los que desean sin medida cosas inciertas; y vemos que todos, muy especialmente cuando se hallan en peligro y no pueden defenderse por sí mismos, imploran el divino auxilio con súplicas y lágrimas de mujerzuelas y dicen que la razón (por ser incapaz de mostrarles un camino seguro hacia el objeto de sus vanos deseos) es ciega y que la sabiduría humana es vana. Por el contrario, los delirios de la imaginación, los sueños y las necedades infantiles son, según ellos, respuestas divinas; aún más, Dios se opone a los sabios y ha grabado sus decretos, no en la mente, sino en las entrañas de los animales; y son los necios, los locos y las aves los que, por inspiración e instinto divino, los predicen. Tanto hace desvariar el temor a los hombres.
La causa que hace surgir, que conserva y que fomenta la superstición es, pues, el miedo. Y, si aparte de lo dicho, alguien desea conocer ejemplos concretos, he aquí el de Alejandro. Sólo comenzó a acudir a los adivinos, movido por un sentimiento supersticioso, cuando, a las puertas de Susa, experimentó por primera vez temor a la fortuna (véase Quinto Curcio, lib. V, S 4). Después de su victoria sobre Darío, dejó de consultar a los augures y adivinos, hasta que de nuevo sintió terror ante las circunstancias adversas: abandonado por los bactrianos, incitado al combate por los escitas e inmovilizado por una herida, volvió de nuevo (como dice el mismo Quinto Curcio, lib. VII, S 7) a la superstición, ese juguete del alma humana, mandando que Aristandro, a quien había confiado su credulidad, explorara mediante sacrificios qué rumbo tomarían los hechos. Cabría aducir muchísimos ejemplos del mismo género, que prueban con toda claridad lo que acabamos de decir: que los hombres sólo sucumben a la superstición, mientras sienten miedo; que todos los objetos que han adorado alguna vez sin fundamento, no son más que fantasmas y delirios de un alma triste y temerosa; y, finalmente, que los adivinos sólo infunden el máximo respeto a la plebe y el máximo temor a los reyes en los momentos más críticos para un Estado. Pero, como pienso que todo esto es bien conocido de todos, no insistiré más en ello.
De lo que acabamos de decir sobre la causa de la superstición, se sigue claramente que todos los hombres son por naturaleza propensos a ella, por más que algunos piensen que la superstición se debe a que todos los mortales tienen una idea un tanto confusa de la divinidad. Se sigue, además, que la superstición debe ser sumamente variada e inconstante, como todas las ilusiones de la mente y los ataques de cólera; y que, finalmente, sólo se mantiene por la esperanza, el odio, la ira y el engaño, ya que no tiene su origen en la razón, sino exclusivamente en la pasión más poderosa. De ahí que, cuanto más fácil es que los hombres sean presa de cualquier tipo de superstición, tanto más difícil es conseguir que persistan en una misma. Aún más, como el vulgo es siempre igualmente desdichado, en parte alguna halla descanso duradero, sino que sólo le satisface lo que es nuevo y nunca le ha engañado.
Esta inconstancia ha provocado numerosos disturbios y guerras atroces, ya que, como consta por lo que acabamos de decir y el mismo Quinto Curcio (lib. IV, capítulo 10) ha señalado con acierto, no hay medio más eficaz para gobernar a la masa que la superstición. Nada extraño, pues, que, bajo pretexto de religión, la masa sea fácilmente inducida, ora a adorar a sus reyes como dioses, ora a execrarlos y a detestarlos como peste universal del género humano. A fin de evitar, pues, este mal, se ha puesto sumo esmero en adornar la religión, verdadera o falsa, mediante un pomposo ceremonial, que le diera prestigio en todo momento y le asegurara siempre la máxima veneración de parte de todos. Los trucos lo han conseguido con tal perfección que hasta la discusión es tenida por un sacrilegio, y los prejuicios, que han imbuido en sus mentes, no dejan a la sana razón lugar alguno, ni para la simple duda.
Ahora bien, el gran secreto del régimen monárquico y su máximo interés consisten en mantener engañados a los hombres y en disfrazar, bajo el especioso nombre de religión, el miedo con el que se los quiere controlar, a fin de que luchen por su esclavitud, como si se tratara de su salvación, y no consideren una ignominia, sino el máximo honor, dar su sangre y su alma para orgullo de un solo hombre. Por el contrario, en un estado libre no cabría imaginar ni emprender nada más desdichado, ya que es totalmente contrario a la libertad de todos adueñarse del libre juicio de cada cual mediante prejuicios o coaccionarlo de cualquier forma. En cuanto a las sediciones, suscitadas so pretexto de religión, surgen exclusivamente, porque se dan leyes sobre cuestiones teóricas y porque las opiniones - al igual que los crímenes - son juzgadas y condenadas como un delito. La verdad es que sus defensores y simpatizantes no son inmolados a la salvación pública, sino tan sólo al odio y a la crueldad de sus adversarios. Pues, si el Estado estableciera por ley que sólo se persiguieran los actos y que las palabras fueran impunes, ni cabría disfrazar tales sediciones de ningún tipo de derecho, ni las controversias se transformarían en sediciones.
Viendo, pues, que nos ha caído en suerte la rara dicha de vivir en un Estado, donde se concede a todo el mundo plena libertad para opinar y rendir culto a Dios según su propio juicio, y donde la libertad es lo más preciado y lo más dulce, he creído hacer algo que no sería ni ingrato ni inútil, si demostrara que esta libertad no sólo se puede conceder sin perjuicio para la piedad y la paz del Estado, sino que, además, sólo se la puede suprimir, suprimiendo con ella la misma paz del Estado y la piedad. Para ello, tuve que señalar, en primer lugar, los principales prejuicios sobre la religión, es decir, los vestigios de la antigua esclavitud. Después, tuve que indicar también los prejuicios acerca del derecho de las supremas potestades; son muchos, en efecto, los que tienen la insolencia de intentar arrebatárselo y, bajo la apariencia de religión, alejar de ellas el afecto de la masa, sujeto todavía a la superstición pagana, a fin de que todo se derrumbe y torne a la esclavitud. Diré con toda brevedad en qué orden están expuestas estas ideas; pero indicaré antes los motivos que me impulsaron a escribirlas.
Me ha sorprendido muchas veces que hombres, que se glorian de profesar la religión cristiana, es decir, el amor, la alegría, la paz, la continencia y la fidelidad a todos, se atacaran unos a otros con tal malevolencia y se odiaran a diario con tal crueldad, que se conoce mejor su fe por estos últimos sentimientos que por los primeros. Tiempo ha que las cosas han llegado a tal extremo, que ya no es posible distinguir quién es casi nadie - si cristiano, turco, judío o pagano -, a no ser por el vestido y por el comportamiento exterior, o porque frecuenta esta o aquella iglesia o porque, finalmente, simpatiza con tal o cual opinión y suele jurar en nombre de tal maestro. Por lo demás, la forma de vida es la misma para todos. Al investigar la causa de este mal, me he convencido plenamente de que reside en que el vulgo ha llegado a poner la religión en considerar los ministerios eclesiásticos como dignidades y los oficios como beneficios y en tener en alta estima a los pastores. Pues, tan pronto se introdujo tal abuso en la iglesia, surgió inmediatamente en los peores un ansia desmedida por ejercer oficios religiosos, degenerando el deseo de propagar la religión divina en sórdida avaricia y ambición. De ahí que el mismo templo degeneró en teatro, donde no se escucha ya a doctores eclesiásticos, sino a oradores, arrastrados por el deseo, no ya de enseñar al pueblo, sino de atraerse su admiración, de reprender públicamente a los disidentes y de enseñar tan sólo cosas nuevas e insólitas, que son las que más sorprenden al vulgo. Fue, pues, inevitable que surgieran de ahí grande controversias, envidias y odios, que ni el paso del tiempo ha logrado suavizar.
¿Nos extrañaremos, entonces, de que de la antigua religión no haya quedado más que el culto externo (con el que el vulgo parece adular a Dios, más bien que adorarlo) y que la fe ya no sea más que credulidad y prejuicios? Pero unos prejuicios que transforman a los hombres racionales en brutos, puesto que impiden que cada uno use de su libre juicio y distinga lo verdadero de lo falso; se diría que fueron expresamente inventados para extinguir del todo la luz del entendimiento. ¡Dios mío!, la piedad y la religión consisten en absurdos arcanos. Y aquellos que desprecian completamente la razón y rechazan el entendimiento, como si estuviera corrompido por la naturaleza, son precisamente quienes cometen la iniquidad de creerse en posesión de la luz divina. Claro que, si tuvieran el mínimo destello de esa luz, no desvariarían con tanta altivez, sino que aprenderían a rendir culto a Dios con más prudencia y se distinguirían, no por el odio que ahora tienen, sino por el amor hacia los demás; ni perseguirían tampoco con tanta animosidad a quienes no comparten sus opiniones, sino que más bien se compadecerían de ellos, si es que realmente temen por su salvación y no por su propia suerte.

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