jueves, 27 de octubre de 2011

Se acabó el chicle

Mike Davis *
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Lo sentimos, su dominación del mundo terminóFoto De la serie Greeting Card. Cortesía de Erika Rothenberg, 2008
 




¿Quién podría haber vislumbrado a Ocupa Wall Street y su proliferación como de flores silvestres en ciudades grandes y pequeñas?
John Carpenter lo hizo. Hace casi un cuarto de siglo (1988), el maestro del terror de medianoche (Halloween, The Thing) escribió y dirigió They Live (Están vivos), que representaba la era de Ronald Reagan como una catastrófica invasión de alienígenas. En una de las brillantes primeras escenas del filme, una gigantesca ciudad de chozas del tercer mundo aparece al otro lado de la autopista de Hollywood en el siniestro cristal reflejante de los edificios corporativos de Bunker Hill.
They Live sigue siendo el tour de force subversivo de Carpenter. Pocos de quienes lo han visto podrían olvidar su retrato de banqueros multimillonarios y perversos mediócratas y su remoto imperio zombi sobre una clase trabajadora estadunidense que vive en tiendas de campaña en la ladera cubierta de basura de una colina, implorando por empleos. Desde esta negativa igualdad de desesperación y carencia de hogar, y gracias a los mágicos anteojos oscuros hallados por el enigmático Nada (interpretado por Rowdy Roddy Piper), el proletariado logra al fin la unidad interracial, mira a través de los engaños subliminales del capitalismo y enfurece. Enfurece mucho.

Sí, lo sé, me estoy adelantando. El movimiento Ocupa el Mundo aún busca sus anteojos mágicos (programa, demandas, estrategia y demás) y su indignación se mantiene al fuego lento de Gandhi. Pero, como previó Carpenter, si se echa de sus hogares y/o sus carreras a un número suficiente de estadunidenses (o por lo menos se atormenta con la posibilidad a decenas de millones), algo nuevo y colosal se pondrá poco a poco en camino hacia Goldman Sachs. Y, a diferencia del Tea Party, hasta ahora no tiene hilos de títere.
En 1965, cuando tenía yo apenas 18 años y formaba parte del equipo nacional de Estudiantes por una Sociedad Democrática, planeé una sentada en el Chase Manhattan Bank por el papel central que desempeñó en financiar a Sudáfrica después de la masacre de manifestantes pacíficos, con lo cual se hizo “socio del apartheid”. Fue la primera protesta en Wall Street en una generación, y 41 personas fueron desalojadas por la policía neoyorquina.

Uno de los hechos más importantes del levantamiento actual es sencillamente que ha reocupado las calles y creado una identificación existencial con las personas sin hogar. (Aunque, con franqueza, los de mi generación, adiestrados en el movimiento por los derechos civiles, habríamos pensado primero en hacer una sentada dentro de los edificios y esperar que la policía nos sacara a rastras y macanazos; hoy los gendarmes prefieren el gas pimienta y las técnicas de cumplimiento con dolor.) Tomar los rascacielos es una idea estupenda, pero para una etapa posterior de esta lucha. El genio de Ocupa Wall Street, por ahora, es que ha liberado temporalmente algunos de los inmuebles más caros del mundo y convertido una plaza privatizada en un espacio público magnético y catalizador de la protesta.

Nuestra sentada de hace 46 años fue una incursión guerrillera; lo de hoy es el sitio de Wall Street por los liliputienses. También es el triunfo del principio supuestamente arcaico de la organización cara a cara, mediante el diálogo. Los medios sociales son importantes sin duda, pero no omnipotentes. La auto organización de los activistas –la cristalización de la voluntad política a partir de la libre discusión– aún florece mejor en foros urbanos reales. Dicho de otra manera, la mayoría de nuestras conversaciones por Internet son prédicas al coro; aun los megasitios como MoveOn.org se dirigen al canal de los ya convertidos, o por lo menos a su población probable.
Del mismo modo, las ocupaciones son pararrayos, en primer lugar y sobre todo, para las despreciadas y aisladas filas de los demócratas progresistas, pero también ellos parecen derribar barreras generacionales y proveer el terreno común, por ejemplo, para que los amenazados maestros de mediana edad comparen notas con los jóvenes egresados universitarios empobrecidos.

Un aspecto más radical es que los campamentos se han vuelto lugares simbólicos para restañar las divisiones que surgieron desde los años de Nixon dentro de la coalición Nuevo Trato. En palabras de Jon Wiener en su consistentemente inteligente blog en TheNation: Obreros y hippies: juntos al fin.
A decir verdad, ¿quién no se conmovió cuando el presidente de la AFL-CIO, Richard Trumka, que había llevado a los mineros del carbón a Wall Street en 1989, durante su amarga pero al final exitosa huelga contra la Pittston Coal Company, llamó a sus hombres y mujeres de anchos hombros a hacer guardia en el parque Zucotta, frente a un ataque inminente de la policía neoyorquina?

Es cierto que los viejos radicales como yo nos apresuramos a declarar que todo recién nacido es el mesías, pero este niño Ocupa Wall Street tiene el signo del arcoiris. Creo que asistimos al renacimiento de la calidad que de manera tan marcada definió a los migrantes y huelguistas de la gran depresión, de la generación de mis padres: una amplia y espontánea compasión y solidaridad, basada en una ética peligrosamente igualitaria. Dice: detente y dale un aventón a una familia que lo pide. Nunca cruces las banderas de huelga, aunque tengas para pagar la renta. Comparte tu último cigarrillo con un extraño. Roba leche cuando tus hijos no tengan y luego dale la mitad a los chicos de la casa de al lado… algo que mi madre hizo varias veces en 1936. Escucha con atención a las personas profundamente calladas que han perdido todo, menos la dignidad. Cultiva la generosidad del nosotros.
Lo que quiero decir, supongo, es que me impresionan sobremanera las personas que han marchado para defender las ocupaciones a pesar de las significativas diferencias en edad, clase social y raza. Pero de la misma forma adoro a los jóvenes resueltos que se disponen a enfrentar el invierno inminente en calles congeladas, como sus hermanos y hermanas sin hogar.

De vuelta a la estrategia: ¿cuál es el siguiente eslabón en la cadena (en el sentido de Lenin) que se necesita alcanzar? ¿Hasta dónde es imperativo que las flores silvestres realicen una convención, adopten demandas programáticas y, por lo tanto se pongan al alcance de las ofertas con miras a las elecciones de 2012? Obama y los demócratas necesitarán con desesperación su energía y autenticidad. Pero es improbable que los ocupacionistas se pongan en venta o que entreguen a los políticos su extraordinario proceso de autorganización.
En lo personal, me inclino hacia la posición anarquista y sus obvios imperativos.
Primero, exponer el dolor del 99 por ciento; someter a juicio a Wall Stret. Llevar a Harrisburg, Loredo, Riverside, Camden, Flint, Gallup y Holly Springs al centro de Nueva York. Confrontar a los depredadores con sus víctimas: un tribunal nacional sobre asesinato económico en masa.
Segundo, continuar democratizando y ocupando productivamente el espacio público (es decir, recuperar los Comunes). Mark Niason, el veterano activista-historiador del Bronx, ha propuesto un plan audaz para convertir los espacios abandonados de Nueva York en recursos de supervivencia (jardines, campos de juego, lugares de campamento) para los desempleados y los sin techo. Los ocupas de todo el país saben ahora lo que se siente estar sin hogar y excluidos de dormir en parques o en una tienda de campaña. Con mayor razón hay que romper los candados y trepar las vallas que separan el espacio ocioso de las necesidades humanas urgentes.
Tercero, mantener la mira en el premio real. El asunto esencial no es elevar los impuestos a los ricos ni lograr una mejor regulación bancaria. Es la democracia económica: el derecho de las personas comunes y corrientes a tomar decisiones macroeconómicas sobre inversión social, tasas de interés, flujos de capital, creación de empleos y calentamiento global. Si el debate no se refiere al poder económico, es irrelevante.
Cuarto, el movimiento debe sobrevivir al invierno para luchar por el poder la próxima primavera. En enero hace frío en las calles. Bloomberg y todos los otros alcaldes y gobernantes locales cuentan con que el duro invierno desinfle las protestas. Por eso es tan importante reforzar las ocupaciones durante el largo asueto navideño. Pónganse los abrigos.
Por último, necesitamos calmarnos: el itinerario de la protesta actual es del todo impredecible. Pero si construimos un pararrayos, no debemos sorprendernos si con el tiempo golpea el rayo.
Banqueros entrevistados en días recientes en el New York Times afirman que para ellos las protestas Ocupa son poco más que una molestia surgida de un entendimiento poco refinado del sector bancario. Deben tener más cuidado. En realidad, probablemente deberían temblar ante la imagen de la guillotina.
Desde 1987, los afroestadunidenses han perdido más de la mitad de sus haberes netos; los latinos, la increíble cantidad de dos tercios. Cinco millones y medio de empleos en el sector manufacturero se han perdido en Estados Unidos de 2000 a la fecha, más de 42 mil fábricas han cerrado, y toda una generación de egresados universitarios enfrentan hoy la tasa más alta de movilidad hacia abajo en la historia del país.
Destruye el sueño americano y el pueblo te causará graves heridas. O como explica Nada a sus desprevenidos atacantes en la magnífica película de Carpenter: “He venido aquí a mascar chicle y patear traseros… y ya se me acabó el chicle”.
* Mike Davis es editor y articulista de Los Angeles Review of Books y autor de Planet of Slums, City of Quartz, In Praise of Barbarians, y más de una docena de libros más. Es profesor en la Universidad de California en Riverside.
Traducción: Jorge Anaya

martes, 25 de octubre de 2011

Haití, país ocupado


Eduardo Galeano
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Fugazmente, Haití cobró fama por el terremoto del 12 de enero de 2010, que causó la muerte de más de 200 mil personasFoto Alfredo Domínguez
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onsulte usted cualquier enciclopedia. Pregunte cuál fue el primer país libre en América. Recibirá siempre la misma respuesta: los Estados Unidos. Pero los Estados Unidos declararon su independencia cuando eran una nación con 650 mil esclavos, que siguieron siendo esclavos durante un siglo, y en su primera Constitución establecieron que un negro equivalía a las tres quintas partes de una persona.
Y si a cualquier enciclopedia pregunta usted cuál fue el primer país que abolió la esclavitud, recibirá siempre la misma respuesta: Inglaterra. Pero el primer país que abolió la esclavitud no fue Inglaterra sino Haití, que todavía sigue expiando el pecado de su dignidad.
Los negros esclavos de Haití habían derrotado al glorioso ejército de Napoleón Bonaparte, y Europa nunca perdonó esa humillación. Haití pagó a Francia, durante un siglo y medio, una indemnización gigantesca por ser culpable de su libertad, pero ni eso alcanzó. Aquella insolencia negra sigue doliendo a los blancos amos del mundo.
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De todo eso, sabemos poco o nada.
Haití es un país invisible.
Sólo cobró fama cuando el terremoto de 2010 mató más de 200 mil haitianos.
La tragedia hizo que el país ocupara, fugazmente, el primer plano de los medios de comunicación.
Haití no se conoce por el talento de sus artistas, magos de la chatarra capaces de convertir la basura en hermosura, ni por sus hazañas históricas en la guerra contra la esclavitud y la opresión colonial.
Vale la pena repetirlo una vez más, para que los sordos escuchen: Haití fue el país fundador de la independencia de América y el primero que derrotó a la esclavitud en el mundo.
Merece mucho más que la notoriedad nacida de sus desgracias.
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Actualmente, los ejércitos de varios países, incluyendo el mío, continúan ocupando Haití. ¿Cómo se justifica esta invasión militar? Pues alegando que Haití pone en peligro la seguridad internacional.
Nada de nuevo.
Todo a lo largo del siglo XIX, el ejemplo de Haití constituyó una amenaza para la seguridad de los países que continuaban practicando la esclavitud. Ya lo había dicho Thomas Jefferson: de Haití provenía la peste de la rebelión. En Carolina del Sur, por ejemplo, la ley permitía encarcelar a cualquier marinero negro, mientras su barco estuviera en puerto, por el riesgo de que pudiera contagiar la peste antiesclavista. Y en Brasil, esa peste se llamaba haitianismo.
Ya en el siglo XX, Haití fue invadido por los marines, por ser un país inseguro para sus acreedores extranjeros. Los invasores empezaron por apoderarse de las aduanas y entregaron el Banco Nacional al City Bank de Nueva York. Y ya que estaban, se quedaron 19 años.
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El cruce de la frontera entre la República Dominicana y Haití se llama El mal paso.
Quizás el nombre es una señal de alarma: está usted entrando en el mundo negro, la magia negra, la brujería...
El vudú, la religión que los esclavos trajeron de África y se nacionalizó en Haití, no merece llamarse religión. Desde el punto de vista de los propietarios de la Civilización, el vudú es cosa de negros, ignorancia, atraso, pura superstición. La Iglesia católica, donde no faltan fieles capaces de vender uñas de los santos y plumas del arcángel Gabriel, logró que esta superstición fuera oficialmente prohibida en 1845, 1860, 1896, 1915 y 1942, sin que el pueblo se diera por enterado.
Pero desde hace ya algunos años, las sectas evangélicas se encargan de la guerra contra la superstición en Haití. Esas sectas vienen de los Estados Unidos, un país que no tiene piso 13 en sus edificios, ni fila 13 en sus aviones, habitado por civilizados cristianos que creen que Dios hizo el mundo en una semana.
En ese país, el predicador evangélico Pat Robertson explicó en la televisión el terremoto de 2010. Este pastor de almas reveló que los negros haitianos habían conquistado la independencia de Francia a partir de una ceremonia vudú, invocando la ayuda del Diablo desde lo hondo de la selva haitiana. El Diablo, que les dio la libertad, envió al terremoto para pasarles la cuenta.
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¿Hasta cuándo seguirán los soldados extranjeros en Haití? Ellos llegaron para estabilizar y ayudar, pero llevan siete años desayudando y desestabilizando a este país que no los quiere.
La ocupación militar de Haití está costando a las Naciones Unidas más de 800 millones de dólares por año.
Si las Naciones Unidas destinaran esos fondos a la cooperación técnica y la solidaridad social, Haití podría recibir un buen impulso al desarrollo de su energía creadora. Y así se salvaría de sus salvadores armados, que tienen cierta tendencia a violar, matar y regalar enfermedades fatales.
Haití no necesita que nadie venga a multiplicar sus calamidades. Tampoco necesita la caridad de nadie. Como bien dice un antiguo proverbio africano, la mano que da está siempre arriba de la mano que recibe.
Pero Haití sí necesita solidaridad, médicos, escuelas, hospitales, y una colaboración verdadera que haga posible el renacimiento de su soberanía alimentaria, asesinada por el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y otras sociedades filantrópicas.
Para nosotros, latinoamericanos, esa solidaridad es un deber de gratitud:
será la mejor manera de decir gracias a esta pequeña gran nación que en 1804 nos abrió, con su contagioso ejemplo, las puertas de la libertad.
(Este artículo está dedicado a Guillermo Chifflet, que fue obligado a renunciar a la Cámara de Diputados del Uruguay por haber votado contra el envío de soldados a Haití.)
Tomado del periodico La Jornada del 4 de Oct de 2011.

¿La revuelta que viene?

Adolfo Sánchez Rebolledo
Apropósito de las revueltas juveniles en Londres, el filósofo Slavoj Zizek, reputado por sus afirmaciones audaces y provocadoras, ha escrito un breve ensayo significativamente titulado ¡Ladrones del mundo, uníos!, nombre que toma prestado de una canción brtitánica de moda. A Zizek, como a muchos otros, les interesa dilucidar qué hay detrás de una explosión social violenta que, sin embargo, no tiene mensaje alguno que transmitir. Escribe: “Es difícil concebir a los alborotadores del Reino Unido en términos marxistas, como ejemplo de la aparición de un sujeto revolucionario; encajan mucho mejor con el concepto hegeliano de ‘chusma’, es decir, los que están fuera del espacio social organizado y que sólo pueden expresar su descontento por medio de arrebatos ‘irracionales’ de violencia destructiva, lo que Hegel llamó ‘negatividad abstracta’”.
Ya se ha dicho: los arrebatados ingleses no vivían al borde la inanición; en contraste con los estudiantes indignados por las reformas en educación, actuaron reivindicando la acción violenta sin exigencias ideológicas. Y ése es, según Zizek, un dato que nos dice mucho de “nuestra situación político-ideológica y del tipo de sociedad en que vivimos, una sociedad que celebra la posibilidad de elección, pero cuya única alternativa posible al vigente consenso es un ciego acting out”. Si Badiou tiene razón y el espacio social se experimenta como un sin mundo, como una constelación ideológica en la que se encuentran personas privadas de su modo de localizar significados. La dimensión global del capitalismo representa la verdad sin sentido.
Frente a los disturbios, la visión conservadora repite los tópicos más predecibles: aplica todos los medios para restaurar el orden, apelando a la resurrección de los valores sacralizados. Ensalza el miedo y la venganza. La visión progresista, en cambio, subraya la desigualdad, el momento solidario: ¿Podemos siquiera imaginar lo que significa en un barrio pobre ser joven, mestizo, sospechoso por sistema para la policía y acosado por ésta, no sólo desempleado, sino también no empleable, sin esperanza de un futuro?, apunta Zizek. Sin embargo, en un caso, los conservadores desestiman la situación social, pero también –y ése es un punto importante– las premisas ocultas de la misma ideología conservadora que en potencia hacen del individuo un consumidor salvaje, listo a saltar sobre la presa. “Esto es lo que la ideología de ‘vuelta a lo básico’ fue realmente: la liberación del bárbaro que acecha bajo nuestra sociedad aparentemente civilizada y burguesa, mediante la satisfacción de sus ‘instintos básicos’... En las calles británicas, durante los disturbios, lo que vimos no eran personas reducidas a bestias, sino la forma esquemática de la ‘bestia’ producto de la ‘declaración subjetiva’, es decir, la explicación de cómo es que los individuos se relacionan con sus circunstancias. ¡Nos invitan a consumir, a la vez que nos privan de los medios para hacerlo adecuadamente; así que lo estamos haciendo de la única manera que podemos! Los disturbios son una manifestación de la fuerza material de la ideología, lo que desdeciría la llamada sociedad posideológica, apunta Zizeck. Pero, desde un punto de vista revolucionario, el problema con los disturbios no es la violencia como tal, sino el hecho de que la violencia no sea realmente autoasertiva. Es rabia impotente y desesperación enmascaradas como exhibición de fuerza, es la envidia disfrazada de carnaval triunfante.
Zizec concluye: el peligro real de estas explosiones se encuentra en la reacción predeciblemente racista de la mayoría silenciosa. La verdad es que el conflicto se dio entre dos polos de los más desfavorecidos: los que han conseguido funcionar en el marco del sistema en oposición a aquellos que están demasiado frustrados para seguir intentándolo. La violencia de los manifestantes estuvo dirigida casi exclusivamente contra su propio grupo. Los coches quemados y las tiendas saqueadas no lo fueron en los barrios ricos, sino en los propios barrios de los manifestantes. El conflicto no es entre diferentes segmentos de la sociedad; es, en su manifestación más radical, el conflicto entre una sociedad y otra, entre los que tienen todo y los que no tienen nada que perder; entre los que no tienen ningún interés en su comunidad y aquellos cuya apuesta es la más alta posible.
La cuestión es si la violencia que hoy se filtra a través de los poros de las sociedades dejará espacios para pensar, de nuevo, en la libertad y la emancipación; si alguien cree que el desempleo, la criminalidad y la represión, aunados a la deificación del consumo o todos, absolutamente todos, tenemos una revuelta en el futuro próximo. Ojalá y en este punto dejáramos de jugar con fuego y aprendiéramos en cabeza ajena algunas de las lecciones pertinentes. Las cifras recientemente dadas a conocer acerca del desempleo entre los jóvenes, más las aterradoras estadísticas de la violencia asociada a la estrategia de combate al crimen organizado, no son inocuas y a las claras demuestran que la sociedad está perdiendo la partida. No hay menos delitos ni menos delincuentes, ni menos víctimas. La inseguridad es la constante de la vida cotidiana. La desesperanza aumenta pese al optimismo oficial: hay, pues, un caldo de cultivo para la violencia que no deja de sorprendernos cada día con su estela de barbarie. Pero las elites que dominan y las que gobiernan siguen en el mismo discurso, sin reconocer que el mayor riesgo está en la disolución del tejido social, del que tanto se habla. Continúan los juegos de poder como si viviéramos tiempos normales. Y no lo son: la pradera está seca y una sola chispa puede incendiarla, decían los clásicos, aunque nadie sepa quién le mete el fuego. De ahí la extraordinaria importancia de organizar a la gente para resistir, defenderse y, más allá, para impulsar un proyecto de cambio político que no se quede en el mundo virtual de las formalidades jurídicas. Hacerlo así, con claridad de miras y coraje moral, con un programa abierto a la discusión, servirá para labrar ese camino común que le dará sentido al ¡ya basta! cada vez más colectivo cuya presencia es necesaria para salir del hoyo. Bienvenida, pues, la constitución del Morena como asociación civil, justo el 2 de octubre que no se olvida.
Tomado del Periodico La Jornada.

Robo a plena luz del día, te presentamos al robo de noche

 
Naomi Klein*
Me la paso escuchando comparaciones entre las revueltas de Londres y las ocurridas en otras ciudades europeas –las ventanas estrelladas en Atenas o las hogueras de coches en París–. Y, seguro, hay paralelismos: la chispa plantada por la violencia policiaca, una generación que se siente olvidada.
Pero estos actos estuvieron caracterizados por una destrucción masiva; el saqueo fue menor. Ha habido, sin embargo, otros saqueos masivos en años recientes, y quizá también deberíamos hablar acerca de ellos. Estuvo Bagdad, tras la invasión estadunidense (un frenesí de incendios y saqueo que vació las librerías y los museos). Las fábricas también fueron afectadas. En 2004 visité una que antes hacía refrigeradores. Sus trabajadores se habían llevado todo lo valioso, luego le habían prendido fuego tan concienzudamente que la bodega era una escultura de hojas de metal torcidas.
En aquel entonces, la gente de los canales de noticiarios pensaba que el saqueo era marcadamente político. Dijeron: esto es lo que pasa cuando un régimen no tiene legitimidad ante los ojos de la gente. Después de que durante tanto tiempo miraron a Saddam Hussein y sus hijos servirse a sí mismos de lo que fuera y de quien fuera, muchos iraquíes comunes sentían que habían ganado el derecho a tomar algunas cosas para sí mismos. Pero Londres no es Bagdad, y el primer ministro británico David Cameron no es precisamente Saddam, así que seguramente no hay nada que aprender ahí.
¿Qué tal un ejemplo democrático, entonces? Argentina, circa 2001. La economía iba en caída libre y miles de personas que vivían en barrios bravos (que habían sido prósperas zonas manufactureras antes de la era neoliberal) asaltaron las tiendas pertenecientes a extranjeros. Salieron de ellos empujando carritos de supermercado que se desbordaban con productos que ya no podían comprar –ropa, equipos electrónicos, carne–. El gobierno llamó a un estado de sitio para restaurar el orden; a la gente no le gustó y tumbó al gobierno.
El saqueo masivo de Argentina se llamó El Saqueo [en español, en el original. N de la T]. Eso era políticamente significativo porque era la misma palabra usada para describir lo que las elites de ese país habían hecho al rematar los bienes nacionales, en descaradamente corruptos acuerdos de privatización, esconder su dinero en el exterior, y luego pasarle la cuenta a la población a través de un brutal paquete de austeridad. Los argentinos comprendieron que el saqueo de los centros comerciales no hubiera pasado sin el saqueo mayor del país, y que los verdaderos gánsteres eran los que estaban a cargo.
Pero Inglaterra no es América Latina, y sus revueltas no son políticas, o al menos eso es lo que escuchamos una y otra vez. Simplemente se trata de jóvenes delincuentes que se aprovechan de una situación para tomar lo que no es suyo. Y la sociedad británica, nos dice Cameron, aborrece ese tipo de comportamiento.
Esto se dice con toda seriedad. Como si nunca hubieran ocurrido los masivos rescates bancarios, seguidos por los desafiantes bonos, los más altos de la historia. Seguidos por las reuniones de emergencia del G-8 y el G-20, cuando los dirigentes decidieron, colectivamente, no hacer algo para castigar a los banqueros, ni hacer nada serio para prevenir que volviese a ocurrir una crisis similar. En vez, todos volverían a casa, a sus respectivos países, e impondrían sacrificios a los más vulnerables. Harían esto mediante despedir a trabajadores del sector público, echarle la culpa a los maestros, cerrar bibliotecas, subir las colegiaturas, revertir los contratos sindicales, realizar aceleradas privatizaciones de bienes públicos y disminuir las pensiones –mezcle el coctel para donde usted viva–. Y, ¿quién está en la televisión sermoneando acerca de la necesidad de renunciar a estos derechos? Los banqueros y los administradores de los fondos de cobertura [hedge funds], claro.
Este es el Saqueo global, son tiempos de grandes despojos. Nutrido por un patológico sentido de que tienen derecho a hacerlo, este saqueo se ha llevado a cabo con las luces prendidas, como si no hubiera algo que esconder. Sin embargo, algunos miedos persisten. A principios de julio, The Wall Street Journal citó una nueva encuesta y reportó que 94 por ciento de los millonarios tenía miedo de la violencia en las calles. Resultó ser un miedo razonable.
Claro, las revueltas de Londres no fueron una protesta política. Pero la gente que comete los robos de noche por supuesto que sabe que sus elites han estado cometiendo robos a plena luz del día. Los saqueos son contagiosos.
Los tories (conservadores) tienen razón cuando dicen que las revueltas no tienen que ver con los recortes. Pero tienen mucho que ver con lo que esos recortes implican: aislarlos. Encerrarlos en una cada vez más amplia clase marginada, cuyas pocas rutas de escape que antes se le ofrecían –un empleo sindicalizado, una asequible buena educación– rápidamente son cerradas. Los recortes son un mensaje. Le dicen a sectores completos de la sociedad: estás atorado donde estás; muy parecido a los migrantes y los refugiados que rechazamos en nuestras cada vez más fortificadas fronteras.
La respuesta de David Cameron a las revueltas fue hacer que este cierre fuese literal: desalojos de la vivienda pública, amenazas de cortar las herramientas de comunicación y escandalosas penas en prisión (cinco meses a una mujer por recibir unos shorts robados). De nuevo se envía el mensaje: desaparece y hazlo de manera callada.
El año pasado, durante la cumbre de la austeridad del G-20 en Toronto, las protestas se convirtieron en motines y varios coches de policía fueron incendiados. No se compara con Londres 2011, pero de todos modos fue escandaloso para nosotros los canadienses. La gran controversia en aquel momento era que el gobierno había gastado 675 millones de dólares en seguridad para la cumbre (sin embargo, aun así parecía que no podían apagar esos fuegos). En esos días, muchos de nosotros señalamos que el costoso arsenal nuevo que la policía había adquirido –cañones de agua, cañones de sonido, gas lacrimógeno y balas de goma– no sólo estaba destinado a los manifestantes en las calles. Su uso de largo plazo sería disciplinar a los pobres, quienes en la nueva era de la austeridad tendrían peligrosamente poco que perder.
Esto fue en lo que se equivocó David Cameron: no puedes reducir el presupuesto de la policía y al mismo tiempo recortar todo lo demás. Porque cuando le robas a la gente lo poco que tiene, para proteger los intereses de aquellos que tienen más de lo que cualquiera se merece, debes esperar que haya resistencia, ya sea mediante protestas organizadas o saqueo espontáneo.
Y eso no es política. Es física.
*Copyright Naomi Klein 2011. El artículo fue publicado en The Nation.
Traducción: Tania Molina Ramírez.
A plena luz

Ocupa Wall Street: ¡aguas con los falsos amigos! Maciek Wisniewski*


El plantón en Nueva York se convirtió en un epicentro de la rabia acumulada y de la energía política orientada a buscar los cambios sistémicos. Se apoderó del espacio físico en las entrañas del orden hegemónico y acaparó el imaginario social, atrayendo el apoyo desde los sindicatos, hasta los intelectuales y artistas como Naomi Klein, Slavoj Zizek o Michael Moore. Todos activistas y verdaderos amigos de las causas progresistas que vinieron a dialogar con los ocupantes.
También Lech Walesa, ex líder sindical, premio Nobel de la Paz, reveló que quiere venir y solidarizarse con los manifestantes (lo informó aquí David Brooks el viernes pasado).
A la invitación de uno de los plantonistas, que subrayó que él y Solidaridad son para el movimiento neoyorquino una gran inspiración, el ex presidente polaco contestó (citado por la prensa polaca hace dos semanas): El capitalismo no aguantará este centenario. Estas protestas son en contra de este sistema. Los sindicatos y los capitalistas tenemos que hacer algo, porque habrá una rebelión global en contra del capitalismo. En una entrevista añadió: Este sistema tiene que caer. Los capitalistas se quedaron con el dinero, lo mandaron al extranjero y no quieren crear empleos. Les permitimos esto, pero el dinero es de nosotros. Si no hacemos algo, las masas trabajadoras no aguantarán y habrá anarquía.
Aunque estas declaraciones podrían parecer bien a primera vista, en realidad resultan bastante problemáticas.
Primero, el afán de Walesa de hacerse amigo de Ocupa Wall Street (OWS) y su indignación con el sistema suenan falsos. Contrastan con sus creencias y prácticas como el abrazo a la revolución conservadora de Reagan-Thatcher, la introducción de las reformas neoliberales en Polonia (descritas entre otros por Naomi Klein en La doctrina del shock) o con su papel de neutralizar Solidaridad para que no estorbara a éstos. El resultado fueron menos democracia, desigualdades, alto desempleo y el sufrimiento de los trabajadores abandonados por su líder y forzados a aguantar porque no había alternativas. Segundo, su nueva retórica se inserta en un cambio de lenguaje de los políticos y banqueros que ayer promovían el capitalismo globalizado y hoy claman por la justicia social, tratando de succionar la energía y frenar las movilizaciones.
Un peligro que ya se lo advirtió al movimiento Slavoj Zizek hablando en el parque Zuccotti: “Cuidado con los enemigos, pero también con los falsos amigos, que ya trabajan para diluir su protesta de la misma manera que se obtiene el café sin cafeína […]. Ellos tratarán de convertirla en una protesta por los valores”.
Walesa, hoy ni obrero ni sindicalista, sino empresario-conferencista, miembro del uno por ciento de la élite mundial, es justamente ese tipo de falso amigo que busca diluir las protestas (ése es el mensaje de sus declaraciones). De eso sabe.
David Ost, politólogo estadunidense, en su magistral estudio The defeat of Solidarity. Anger and politics in postcommunist Europe, analizó cómo Walesa y otros líderes destruyeron el potencial democrático de Solidaridad y la energía política de los comités fabriles y ciudadanos para poder llevar a cabo la transformación pos-89 sin la participación política (el primer golpe lo dio el gobierno comunista, luego remataron los oposicionistas). Y cómo neutralizaron su filo anticapitalista al abandonar los temas económicos y la articulación de los conflictos según los intereses de clase organizando la rabia generada por el avance del mercado en torno a los temas simbólicos. En vez de contra el capital, la dirigieron contra el aborto, los enemigos de la religión o los poscomunistas, con lo que Solidaridad, de defender los derechos laborales, pasó a defender los valores. Esto mató a la izquierda y fortaleció la ultraderecha.
El mismo proceso vivió Estados Unidos, donde la clase obrera sindicalizada, ante la falta de voluntad de los políticos de abordar sus problemas en términos económicos, fue acaparada por la ultraderecha evangélica, que dirigió su rabia, como en Polonia, contra el aborto o el comunismo. Mecanismo político –analizado por Thomas Frank en ¿Qué pasa con Kansas?– que conquistó el país y acabó en la locura del Tea Party.
Se podría decir que Walesa, con su anticomunismo y fanatismo religioso, siempre estuvo más cerca de este grupo que de Ocupa Wall Street. De hecho hoy su decepción con el capitalismo o los reproches a los ricos se parecen más a la lucha de clases invertida de los tepartidistas, que a las ideas de los ocupas.
Ocupa Wall Street finalmente logró trasladar el debate en Estados Unidos más al centro, revivir un poco el movimiento laboral y dirigir la energía hacia las causas progresistas. Si en la búsqueda de maneras de hacer las cosas (tanto los movimientos sociales como las élites saben que este sistema no durará, y la cuestión es en favor de quién será formateado el nuevo) sus integrantes quieren inspirarse en Solidaridad y/o revivir sus ideales (la lucha pacífica, democracia directa, etcétera), para eso no hace falta la presencia de Walesa, el enterrador de ese movimiento.
*Periodista polaco.
Tomado del periodico La Jornada.